Más allá de balas y gas lacrimógeno: la desaparición forzada temporal como forma de represión en México
Mural en la Normal Rural Mactumactzá, de Tuxtla, Chiapas, México en alución a el día 18 de mayo del 2021 cuando fueron detenidos durante una protesta 74 mujeres y 21 hombres por policías municipales y federales | Foto: Mónica González
México

Más allá de balas y gas lacrimógeno: la desaparición forzada temporal como forma de represión en México

Dalila Sarabia / Animal Político - Mónica González / El País - Pablo Ferri / El País - Albinson Linares / Telemundo

En los últimos años, policías de Guanajuato y Chiapas han torturado a manifestantes detenidas, paseándolas durante horas y haciéndoles creer que las iban a matar.

DS MG AL PF/ Chiapas, Guanajuato

Son frases espeluznantes porque abren una ventana a un horror que no pasó, pero que ellas vieron cerca. No es que se salvaran del todo, pero al menos viven, lo pueden contar. “Recuerdo que lloraba. Ya decía, ‘no, no, me van a llevar a Cepol [la comisaría de policía de León, en Guanajuato], me van a encontrar un año después, descuartizada, en bolsas de basura, quién sabe dónde. Pero a mi casa no regreso”, dice Laura, una de las mujeres detenidas en la ciudad mexicana de León en agosto de 2020 durante una marcha en protesta, irónicamente, por un caso de abuso policial. En ese entonces, Laura contaba con 17 años.

Como ella, otras mujeres de León, Guanajuato, y Tuxtla, Chiapas, cuentan cómo policías las detuvieron en manifestaciones y luego las pasearon durante horas en patrullas, esposadas, haciéndoles pensar que aquello era el fin. Un juego macabro, terrible para ellas, pero también para sus familias, pendientes de una de las tragedias nacionales, la desaparición de personas. A mediados de mayo, México alcanzó la monstruosa cifra de 100.000 personas desaparecidas, no localizadas, la gran mayoría desde la última embestida del Estado contra el crimen organizado, iniciada a finales de 2006.

La policía jugaba con el contexto, con la conciencia colectiva de uno de los horrores modernos del país. Así, los paseos en patrulla eran castigos dobles, una suerte de limbo del que no salía ni entraba información. Carretera oscuras, mujeres jóvenes sin teléfono, ni respuestas. Es otra modalidad de represión en la que las armas no letales son el miedo, la humillación, las patadas y sobre todo la amenaza de desaparición. Así lo constató este equipo periodístico mexicano para la investigación transfronteriza y colaborativa El Negocio de la Represión realizado junto con el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) y otros ocho medios del continente.

La madre de Sara, otra de las chicas desaparecidas temporalmente en León, cuenta: “yo estaba desquiciada. Nada más decía ‘Dios mío, devuélvemela, aunque esté muerta. Devuélvemela, déjennos saber dónde queda’”.

Sara abraza a su madre, una de las jovenes detenidas por policías municipales de León, Guanajuato, el 22 de agosto del 2020. Sara quien asistió a la protesta para exigir justicia por una joven que denunció ser víctima de acoso sexual y tocamientos por parte de agentes policiales | Foto: Mónica González
Sara abraza a su madre, una de las jovenes detenidas por policías municipales de León, Guanajuato, el 22 de agosto del 2020. Sara quien asistió a la protesta para exigir justicia por una joven que denunció ser víctima de acoso sexual y tocamientos por parte de agentes policiales | Foto: Mónica González

León y Tuxtla son casos recientes, de los últimos dos años. En el primero fueron 22 mujeres detenidas. En el segundo 74, además de 21 hombres, todos estudiantes de la Escuela Normal Rural de Mactumatzá, hermana de la de Ayotzinapa, esta última golpeada hace ocho años con la desaparición forzada de 43 compañeros. Un contubernio de criminales y policías ejecutaron las desapariciones en el caso de Ayotzinapa. A día de hoy, las autoridades solo han identificado restos de tres de los 43.

El limbo de la desaparición forzada temporal es quizá el más cruel de los castigos, pero no el único. En León y Tuxtla, las mujeres hablan de maltrato sistematizado en forma de patadas, puñetazos y golpes con bastones, tipo tolete o macana. En algunos casos, también abusos sexuales y en todos, amenazas de violación y otros tipos de violencia. En el caso de León, las perpetradoras fueron en su mayoría policías mujeres. En el caso de Chiapas, los golpes y amenazas de desaparición vinieron precedidas del lanzamiento de gases lacrimógenos, proyectiles prohibidos desde la aprobación de la Ley de Uso de la Fuerza en 2019.

Salir viva

El sábado 22 de agosto de 2020, un grupo de mujeres se juntó para marchar en el Arco de la Calzada de León, en Guanajuato. Lugar emblemático de la capital, el arco limita con una popular zona de bares y restaurantes del centro. La convocatoria había sido algo espontánea, la respuesta rabiosa a la denuncia por abuso sexual que otra mujer había hecho días antes contra policías municipales. Según había explicado, agentes la habían encerrado en una caseta de la corporación en la explanada del Templo Expiatorio, a pocas cuadras del arco. Allí habían abusado de ella.

La idea era caminar hasta la explanada, gritar su enfado y, luego, pegar carteles en la caseta de la policía, pintarla, dejar constancia del enojo y exigir responsabilidades a la policía. “Yo llegué como a la una de la tarde, temprano”, recuerda Laura. “Había muchos polis, estaban cerrando calles, hablando con propietarios de locales. Hacían pequeñas juntas por grupos”, añade. Su nombre y el del resto de mujeres que aparecen en esta historia son seudónimos, una medida necesaria para proteger sus identidades, pero todas fueron entrevistadas extensamente y cuentan en detalle los abusos que experimentaron.

A eso de las cuatro de la tarde, el contingente había crecido. Había algunas, como Sara, que llegaban solas, inventándose alguna excusa para evitar problemas en casa. Otras, como Laura, habían quedado con amigas. Poco después empezaron a marchar. “Íbamos con las consignas cantando. Yo iba conmovida, contenta, porque dije, ‘ay, qué bonito espacio’”, recuerda Sara. “Una de las cosas que me llamó la atención es que había muchas niñas. Niñas que habían ido a escondidas, lo decían abiertamente. Decían, ‘esta es mi primera marcha’. Y ya les decíamos, ‘no, pues ponte tu tipo de sangre en el brazo, tu nombre’”, añade Laura.

No tardaron en llegar a la explanada del templo, apenas a unos cientos de metros del arco. Allí, las chicas del bloque negro animaron a la concurrencia con un ejercicio de “iconoclasia”, como explican Sara y Laura: la pega de carteles, los rayones con spray. “Pegaban carteles con noticias del caso de Evelyn”, dice Sara, en referencia a la mujer que había denunciado abuso de la policía de León. “O carteles donde habían impreso la captura de pantalla de la publicación de esta chica”. Laura recuerda que lo más grave que se hizo fue quemar un contenedor. “Y ahí fue cuando los policías empezaron con violencia física, empujones, jaloneos”, rememora.

El relato de ambas se torna muy confuso a partir de los primeros intercambios con la policía. Las dos coinciden en que esos choques terminaron con la marcha apenas dos horas después de salir. El contingente se deshizo en grupos, unas volviendo al arco, otras quedándose en el camino entre los dos puntos. Muchas iban y venían. En todo caso, la lógica cambió. Cerca del templo, la policía empezó a encapsular a manifestantes.

El encapsulamiento, o contención, de los grupos de mujeres que protestan es una técnica implementada por los cuerpos de seguridad mexicanos en la que las fuerzas del orden se forman y, en segundos, rodean a las manifestantes evitando que sigan avanzando. Se trata de dos o tres filas de mujeres policías que les impiden seguir: nadie sale y nadie entra sin importar las condiciones climáticas, aunque llueva o el sol esté en su punto más alto.

Esa tarde, algunas manifestantes ya se iban, como era el caso de Sara, que quería pasar por una tienda de telas antes de juntarse con su mamá. Laura fue al arco y volvió y, ya en la explanada, trató de evitar que encerraran a una compañera.

Las dos corrieron la misma suerte. La policía las encapsuló y las subió a la parte de atrás de dos patrullas. A Sara le tocó ir sola. Laura acabó con otras compañeras. Para la primera fue sorprendente cómo en un momento caminaba, pensando ya en la vuelta a casa y cómo al siguiente se agarraba a un poste en la calle, evitando que policías se la llevaran. “Me agarraron, me arrancaron mis aretes y yo iba apurada porque llevaba mi cámara y entonces no sé cómo estuvo el movimiento que hice, pero me puse la mochila así al frente”, dice. 

Justo por entonces, Laura trataba de evitar que se llevaran detenida a otra compañera. En el zarandeo, policías le agarraron y la empezaron a “ahorcar”. Dice Laura: “Ahí empezaron empujones mutuos, era como una zona de pelea. Pero agarraban a morras (chicas) y otras morras iban a soltarlas y así estuvo un buen rato”. A eso de las siete de la noche, policías también les hicieron una encerrona. “Me pusieron una esposa y con la otra me empiezan a jalar. Recuerdo que hubo empujones y un poco de golpes. Nos arrastraron a la patrulla para subirnos a la parte de atrás. En cuanto yo me acerqué, escuché que una dijo, ‘trajiste un pez gordo’”.

Una de los aspectos más llamativos del caso de León fue que, de la detención en adelante, las policías fueron mujeres. “La policía que estaba arriba de mí me estaba golpeando, no sé cómo, pero me estaba como pateando y me decía ‘ya cállate, que no te quejes’. En eso le dije que qué me iban a hacer o a dónde me iban a llevar y me dicen,‘¿qué crees que te vamos a hacer?’ y le dije, ‘pues es que ya no sé’. Y me dice ‘pues te vamos a violar’. Y es que en la patrulla en la que me subieron iban puras policías mujeres, pero el que iba manejando era un hombre”, recuerda Sara.

A Laura la esposaron a un tubo en la parte de atrás de la patrulla. “Yo traía una falda, unas medias de red y una blusa negra de tirantes. En ese momento la falda la tenía arriba, no me dieron oportunidad de bajármela. Ahí fue cuando me tiraron la primera patada”. El maltrato siguió. “Hubo un momento en que me estuvieron golpeando muy constantemente. Si no me pisaban con sus bototes, me daban con la macana o puño cerrado. No eran cachetadas, era muy violento, golpes fuertes”, explica. 

Entre golpes y demás, la ciudad quedó atrás. Una de las chicas, que traía su celular, le hizo sentir bien: por lo menos podían ubicarlas. Pero al cabo del rato las policías se dieron cuenta y se lo quitaron. “Entonces empecé a llorar. Dije, ‘madres, sé que no estamos en la ciudad’. Notaba que no había semáforos, ruido. No había edificios, nada”. Mientras tanto, Sara estaba sola en otra patrulla, tirada en el piso, con la rodilla de una policía encima. “Yo intentaba ver… Eran rumbos que yo nunca había visto en mi vida. Y así un buen rato estuvimos ahí, no sé cuánto. No recuerdo más o menos qué tiempo, por los nervios ya no recuerdo bien”.

Laura, una de las mujeres detenidas en la ciudad mexicana de León, Guanajuato, México en agosto de 2020, durante una marcha en protesta por un caso de abuso policial | Foto: Mónica González
Laura, una de las mujeres detenidas en la ciudad mexicana de León, Guanajuato, México en agosto de 2020, durante una marcha en protesta por un caso de abuso policial | Foto: Mónica González

Fueron horas de paseo por los alrededores de León. Aunque es difícil establecer la hora exacta del arresto y de su posterior llegada a la comisaría, sus cálculos y los de sus abogadas apuntan a un mínimo de entre tres horas y media a cuatro. Los golpes en las patrullas y las vejaciones fueron constantes. “Lo más traumante de todo fue estar dando vueltas por tanto tiempo en la pinche carretera, siendo golpeada, esposada… De verdad en ese momento yo no tenía una gota de esperanza de que fuera a salir viva de esa situación”. 

La tortura acabó y a eso de la medianoche las patrullas llegaron a la comisaría. Las dejaron en una especie de aparcamiento. “Nos dejaron afuera de las oficinas, por así decirlo y a mí ahí me sentaron en la orilla”, dice Sara. “Había chavas que ni siquiera habían ido a la manifestación, pero que aun así las agarraron porque habían defendido a otras chavas. Yo estaba de que no me podía controlar, estaba chille y chille y las otras chavas decían: ‘no, tranquila, todo va a estar bien’”. A Laura la dejaron esposada un buen rato a la patrulla, con la falda todavía subida hasta el ombligo. Era un ambiente pesado: Sábado por la noche y muchos borrachos detenidos. De hecho, los policías dejaron que un grupo de hombres borrachos, arrestados igualmente esa noche, se acercaran a ella y la toquetearan. 

Afuera, madres, padres y activistas esperaban noticias. Todo eran rumores. María, la madre de Sara, había pasado toda la noche buscándola, después de que ella no acudiera al lugar de encuentro, cerca de la tienda de telas. Ella pensaba que su hija había pasado la tarde con una amiga y cuando fue a la casa de aquella y descubrió que Sara había ido a la marcha se temió lo peor.

En redes y en los medios fluían imágenes de la violenta represión policial. Laura y Sara convivieron con las imágenes de sus propios arrestos, que ellas describen como muy violentos.

“Es sabido todas estas cosas. O sea, que la policía ha desaparecido a chicas y chicos también. Las desaparecen y no vuelven a saber de ellas. Entonces, lamentablemente estás en una situación de crisis y piensas en lo peor. Por eso yo decía ‘aunque sea muerta, saber que está a no volver a saber de ella’”, dijo María.

“Llorando de miedo”

En un país como México, que solo en 2021 registró 33.308 homicidios y donde las masacres son una constante, resulta común que quienes participan en protestas y otras acciones de calle sientan una gran desconfianza por las acciones de los organismos de seguridad pública.

En el caso específico de las mujeres, organizaciones como Amnistía Internacional han documentado las violaciones a los derechos humanos en protestas por parte de la policía que despliega el uso innecesario y excesivo de la fuerza, además de ejecutar detenciones arbitrarias y protagonizar episodios de violencia y abusos.

Para estudiantes de la Escuela Normal Rural de Mactumactzá como Perla Guzmán y Sarahí de Ocampo, quienes pidieron usar seudónimos por motivos de seguridad, la zozobra e indefensión signaron su experiencia con las autoridades mexicanas en el estado de Chiapas. El 18 de mayo de 2021 participaron, junto con decenas de compañeros, en la toma de una caseta y en actividades de volanteo en la carretera de Chiapa de Corzo y San Cristóbal de las Casas para exigir que la convocatoria de nuevo ingreso de examen profesional en su plantel educativo fuese presencial.

“Nos decían que los compañeros no podían venir a presentar el examen de manera presencial, sino que sería virtual. Pero las comunidades donde ellos están no tienen acceso a internet, una tablet o computadora. Entonces nosotros decíamos que teníamos que ver la manera de que esos compañeros vengan acá”, dice Guzmán, mientras explica que la pobreza imperante en la mayoría de las aldeas de donde proviene el alumnado rural es un factor que impide la correcta realización de las actividades escolares.

Instituciones como las normales rurales forman a la mayoría del profesorado que trabaja en las escuelas de los sectores más pobres del país. Según cifras oficiales, más de cinco millones de estudiantes en México abandonaron las clases por falta de conexión digital durante la pandemia, un problema que también afectó a muchos maestros.

A eso de las 7 de la mañana, las estudiantes recuerdan que se reunieron pacíficamente en la caseta para repartir volantes, pero no había transcurrido una hora cuando vieron que llegaba una tanqueta y se ejecutaba un intenso despliegue de la Policía Federal con agentes fuertemente armados. Con miedo, los alumnos comenzaron a subirse a diversos autobuses para marcharse del sitio, pero las autoridades los cercaron.

Las estudiantes afirman que los oficiales rompieron las ventanas de algunas unidades y lanzaron gases lacrimógenos adentro.

“Todos nos recorrimos en la parte de atrás ahogándonos porque el gas es muy, muy fuerte. Tuvimos que aguantar, pero como algunas de nuestras compañeras en ese momento no sabían se estaban asfixiando por el olor del gas, el ardor en los ojos, entonces lo único que pudimos hacer es resguardarnos”, asevera Guzmán quien, en medio de las lágrimas, veía cómo los policías comenzaban a llevarse a sus compañeros. Una estudiante convulsionaba sobre el pavimento, pero nadie la atendía.

Perla Guzmán una de las jovenes detenidas por policías municipales de Tuxtla, Chiapas, el 18 de mayo del 2021, 74 mujeres y 21 hombres de la Normal Rural Mactumactzá en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas | Foto: Mónica González
Perla Guzmán una de las jovenes detenidas por policías municipales de Tuxtla, Chiapas, el 18 de mayo del 2021, 74 mujeres y 21 hombres de la Normal Rural Mactumactzá en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas | Foto: Mónica González

A pocos metros, De Ocampo ya formaba parte de uno de los grupos de alumnos que estaban subiendo a las patrullas. Aunque intentó documentar todo lo que estaba sucediendo con su teléfono celular, las oficiales femeninas les quitaron todos los dispositivos.

“A varias de mis compañeras las estaban golpeando. Yo alcancé a ver cómo a una la cacheteaban, a otra le pegaron un macanazo. Creo que le pegaron aquí en la cadera y de ahí nos llevaron a la fiscalía. Muchos estábamos llorando de miedo”, recuerda De Ocampo con la voz tensa.

Luego de la intervención policial fueron detenidos 95 estudiantes (74 mujeres y 21 hombres) con edades comprendidas entre los 18 y 20 años.

Violencia sexual y humillaciones

La sombra de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa se cierne sobre muchos manifestantes cuando son trasladados por las autoridades mexicanas. Ambas estudiantes admiten que sintieron pánico cuando las trasladaban porque preguntaban, de manera incesante, adónde las llevaban y las oficiales no les contestaban o simplemente se burlaban de ellas.

“¿No que muy machitas? Aténganse a las consecuencias”, les decían sin especificar su destino.

“Mi cuerpo temblaba mucho por el camino y de verdad que la luz de la luna era lo único que podíamos ver y la cara de nuestras compañeras. Lo que pasó por mi mente fue los 43 y dije ‘ya nos van a desaparecer’. Y abracé muchísimo las cosas que me dio mi mamá porque era lo último que tenía de ella”, afirma De Ocampo.

Sarahí de Ocampo una de las jovenes detenidas por policías municipales de Tuxtla, Chiapas, el 18 de mayo del 2021, Sarahí estudia en la Normal Rural Mactumactzá | Foto: Mónica González
Sarahí de Ocampo una de las jovenes detenidas por policías municipales de Tuxtla, Chiapas, el 18 de mayo del 2021, Sarahí estudia en la Normal Rural Mactumactzá | Foto: Mónica González

Además, las oficiales les pidieron sus datos y les tomaban fotografías sin identificarse de manera adecuada, tampoco les dijeron la razón de su detención, no les informaron sus derechos y fueron trasladadas al penal de El Amate antes de las 48 horas que establece la ley.

La violencia sexual, expresada en insultos y amenazas, también estuvo presente en la detención de las estudiantes.

“Le pedí a una de las policías que quería ir al baño, me llevaron esposada y pasamos por la parte de afuera (…) y estaban los policías que empezaban a gritarte: ‘¡Ay, dame ese culito antes de que entres a la cárcel, porque eso va a hacer carne desperdiciada!’. Y las policías te decían que si no hacías caso te iban a entregar con los policías para que ellos hagan lo que quieran contigo”, dice De Ocampo.

Las alumnas aseveran que por la tarde les hicieron una revisión médica, pero solo les levantaban la ropa, consignaban si habían recibido algún golpe y les decían que les iban a dar medicamentos, pero nunca se los dieron. En la madrugada las pasaron a unas celdas, donde las humillaciones volvieron a ser constantes.

“Como a las 5 de la mañana nos metieron en la parte de adentro y nos entregaron nuestras cosas personales, pero antes de meternos a las celdas pasábamos a otra parte para que nos revisaran y fue ahí donde a nuestras compañeras les quitaban la ropa, les alzaban la blusa, les quitaban el brasier, les quitaban el pantalón y hasta les hacían bajar la ropa interior para revisarles que no llevaran nada”, explica Guzmán, quien relata con indignación que había hombres en los alrededores.

Luego de las audiencias, a los jóvenes detenidos les imputaron cargos por los delitos de robo con violencia, pandillerismo, motín, atentados contra la paz y la integridad corporal y patrimonial y del Estado, por lo que el juez encargado les dictó prisión preventiva.

En total, los jóvenes estuvieron detenidos cinco días hasta ser liberados debido a las presiones y múltiples protestas de sus compañeros de la normal. Sin embargo, tuvieron libertad condicional con medidas cautelares que les exigían firmar actas cada 15 días mientras continuaba su proceso legal, además de otras restricciones.

“Estábamos limitadas a muchas cosas porque no podíamos pasar por la caseta, no nos podíamos acercar a las líneas de autobuses, o sea, no podíamos hacer muchas cosas, pero íbamos a salir”, recuerda De Ocampo.

El equipo legal que asesora a este grupo de estudiantes dice que todavía no hay sentencias en estos casos y solo tienen registros de carpetas de investigación, por lo que el proceso judicial continúa.

A un año de distancia, los temores aún están presentes en la vida de estas estudiantes. “En mi caso, pues tengo miedo de volver a salir. Nos da pánico estar ahí porque recordamos otra vez lo que pasó y volverlo a vivir, o sea, no es tan fácil”, dice Guzmán con tensión.

Luego de una pausa, agrega: “Pero tampoco es decir ‘bueno, voy a dejar que el gobierno haga lo que quiera y ahora sí que nos mantenga sumisos’, sino que hay que estar apoyando a las movilizaciones, a nuestros compañeros, a las organizaciones que se levantan en defensa de sus derechos”.

En la actualidad, ocho mujeres que participaron en las acciones del 18 de mayo están demandando a las fuerzas policiales por los abusos que sufrieron durante su detención. 

“Ahorita uno no puede alzar la voz porque el mismo gobierno te calla. Y, como se dice, cuando una ley es injusta lo justo es desobedecerla también, o sea, si no lo hacemos nosotros nadie lo va a hacer”, asevera De Ocampo sobre lo que vivió el año pasado.